Otra cosa que te decías es que de nada sirve escribir. Una vez que pasen los años y los siglos, el futuro habrá de terminar. En algún momento, el planeta estallará, los edificios y las carreteras y los campos y los cuerpos se volverán polvo del cosmos, y el silencio de la eternidad –o el silencio sin tiempo– regresará. Ni el Quijote ni Shakespeare ni Dante sobrevivirán a la infame destrucción. Todas tus emociones de padre, tus depresiones de adolescente, el descubrimiento del amor y el sexo, el deleite de los libros y la amistad, los viajes, la cerveza y el café, tus lágrimas por el padre muerto, todo habrá de esfumarse. Nada quedará después del fin.
Entonces ¿para qué escribir? Para qué sufrir ante la página en blanco, para qué corretear las pinches palabras que no se dejan, que se derriten en la frontera de la idea o la emoción sin lograr ni pálidamente trasmutarlas, para qué soñar con la fama y el reconocimiento y desvelarte ante la pantalla de la computadora, para qué ir por la calle dialogando mudamente con los fantasmas obsesivos que quieres transformar en palabras sin poner atención a los microbuses, la gente apresurada, el pavimento y las hojas de los árboles, para qué dejar de escuchar las palabras vivas de tu hija y hundirte en libros que no hablan, para qué renunciar a los gritos caducos pero intensos del mundo, si nada quedará.
Te dices que ninguna emoción, ninguna idea podrá sobrevivir al último día del futuro.
Y aún así insistes. A veces te llega la voz de la paciencia: no importa cuánto te tardes, no cuentes los meses y los años, tú sigue escribiendo. Tendrás treinta y cinco, cincuenta, setenta: en algún momento –luego de años o lustros o décadas– surgirá El Libro –Uno– que traducirá tu mundo sin traiciones. No desesperes. Escribe y borra, escribe y corrige, escribe y goza. Regresa a las frases una y otra vez, no las sueltes, no le des licencia a la pequeñez o al desaliento.
Llegará un momento en que ahí estará: el arte, las palabras exactas y vivas, una tras otra, ahí estarás tú, en el papel.
Y después, tiempo después, todo habrá terminado y nada habrá permanecido.
(Fragmento de "El miedo a escribir", ensayo publicado en TextoS 12, octubre-diciembre de 2003, pp. 135-138.)