Digo que Memín Pinguín es una historieta racista por varias razones. La primera es sencilla: de todos sus personajes, sólo el protagonista es dibujado con rasgos caricaturescos. Él no es un niño negrito, sino la caricatura de un niño negrito. En segundo lugar, Memín, por más que sea un muchachito de «buenos» sentimientos, es también un niño limitado intelectualmente (lo mismo puede decirse de su madre), lo que refrenda una visión superior de los blancos e incluso de los mestizos. Tercero: si los negros estadounidenses (y no los llamo afroamericanos porque en español la voz negro no tiene el historial discriminatorio de nigger, y yo escribo en español) se sienten ofendidos por Memín, es insensible y estúpido culparlos de ignorantes o ridículos. Ellos no critican la trama de la historieta, y poco les interesará saber si Memín es un niño bueno o malo: lo que los ofende, y creo con razón, es el dibujo caricaturesco de alguien del color de su piel.
Por otro lado, me temo que esta reivindicación nacionalista de Memín habla muy poco bien de los mexicanos. La historieta de Memín Pinguín es tan nociva como las telenovelas: anulan la crítica al presentar los problemas sociales en una textura melodramática, clasista y autocomplaciente. Decir que nosotros sí entendemos la historieta de Yolanda Vargas Dulché y que los estadounidenses hacen un juicio apresurado e ignorante, nos lleva de nuevo a esa pretensión absurda de: «los mexicanos somos tan especiales que sólo nosotros nos entendemos a nosotros mismos. Lo que a los demás les parece racismo, nosotros lo vemos como una muestra muy mexicana de la cultura popular, ¡yepa yepa yepa! ¡Hay que defender a Memín de la intolerancia políticamente correcta de los gringos racistas! Se necesita haber leído a Memín de niño para apreciar sus bondades; si no, ni nos critiquen...» ¡Bah!, ¡pamplinas!
Además, el argumento de que «los gringos son racistas, entonces no pueden criticarnos a nosotros», es tan falaz como el precepto evangélico de que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. El racismo lo es en cualquier parte. O aquello de que Yolanda Vargas Dulché, la autora de la historieta, se inspiró en su querida nana negra para el personaje de doña Eufrosina, y de que ella en realidad no era racista, no revelan sino, de nueva cuenta, esa autocomplacencia permisiva hacia una visión conservadora y clasista de la realidad: hay que recordar en todo caso que las intenciones de los escritores son menos importantes que los efectos de sus textos en la sociedad.
Los negros estadounidenses han desarrollado una lucha por la igualdad de derechos como ningún grupo de entre los muchos discriminados en México ha emprendido. A fin de cuentas, el problema es que México nunca se ha planteado la cuestión racial: es decir, una muestra más del racismo no aceptado de la sociedad mexicana está en la alabanza de "nuestros antepasados", los habitantes originales de Mesoamérica, y en las supuestas bondades del mestizaje, tendencias ambas que buscan, sencillamente, esconder nuestra basurita racista bajo la alfombra de la exaltación de una particularidad mexicana, valiosa porque es mexicana, y ¡los demás se callan y nos respetan, carajo!