Bitácora de Geney Beltrán [χe’nɛi bel’tɾan], escritor mexicano (Tamazula, Durango, 1976).
domingo, abril 30, 2006
El ensayista frustrado
Él desconfía del uso del yo porque desconfía de la postura que indica que la personalidad propia es una construcción definida, delimitable, identificable y precisa. Fernando Vallejo, el colombiano autor de la violenta El desbarrancadero, en varias ocasiones ha criticado el uso del narrador de tercera persona. «Si uno no sabe qué pasa consigo mismo, ¡cómo va a saber qué pasa en la mente de otras personas!» Este argumento, por supuesto, revela que Vallejo no es un tipo empático ni imaginativo. Al contrario, lees sus novelas y encuentras una egolatría (a ratos simpática, eso sí) que excluye la tolerancia y el interés por el otro (mientras no estemos frente a un perro, claro). Sin embargo, la ficción parte de un asumir la perogrullada no sólo de que el narrador no tiene que coincidir milimétricamente con el autor, sino también de que el autor siente una compleja pero cierta e inquietante empatía por sus personajes, los seres imaginarios que usurpan en esa ficción el lugar de los otros, del resto del mundo. En el caso de Fernando Vallejo, parece como que a este escritor sí le importa que quede bastante claro que toda la humanidad, salvo él, es culpable de una estupidez y mezquindad sumas, y de que por lo tanto la única materia de interés y novelable es él mismo, así sea que sus historias no tengan que ser demostrables, quiero decir, que importe un bledo si son ceñidamente autobiográficas o no.
Vallejo parece creer que su personalidad es un ente conocible y definido. Tal vez por esa razón no le interesa ponerse en los zapatos de los demás. A quien no le queda en nada claro que su personalidad sea una construcción finita y redonda, como le sucedía a Fernando Pessoa, le resulta más fácil imaginarse cómo piensa o siente otra persona. Por ejemplo: en sus viajes en el metro de la Ciudad donde vive, al ensayista frustrado lo inmoviliza detenerse a pensar en la vida de un muchachito de doce o trece años, moreno, de cara sucia, ropa rota y ojos asustados, que se sube en la línea verde del metro, como después de las ocho o nueve de la noche, y empieza a pedir una moneda a los viajeros. El ensayista se le queda mirando y apenas sus ojos coinciden con los del chamaco, él se imagina el hambre como una garra en el estómago, la agresión en las miradas de los demás, la certidumbre (no expresada racionalmente sino sentida en la piel misma) de que el futuro es negro y que en todo caso nada pero nada de este pinche mierdesco mundo importa. Se trata de una crispación momentánea: el muchachito se baja en la siguiente estación, pasa al vagón de al lado, y el seudoensayista, con todo y su rabiosa empatía, no fue capaz de darle una, por demás, inútil moneda.
¿Durante esos instantes dejó de ser él mismo, su personalidad se disipó o abrió para convertirse en la del otro, para contagiarse con los miedos y los rencores y el hambre y la desolación del muchachito? ¿Cómo explicar que durante esos segundos se olvidó de su circunstancia, su nombre, su pasado, sus ideas, para asumir en la piel la sensación inmediata, no razonada, de otra persona? ¿Es que acaso la imaginación y la empatía son atributos —o defectos— de quienes no son tan fuertes en el persistente proceso de la pétrea fundación de sí mismos?
Experiencias como ésa le hacen sentir que el yo no tiene importancia más allá de la utilidad de que indica la ubicación momentánea de las circunstancias en los cuerpos. El yo es un accidente de la naturaleza que ha sido institucionalizado por la gramática. ¿Cómo estar seguro de que el suceder de las circunstancias se da en él y no en otra persona? Durante esos instantes en que imagina o siente la circunstancia del niño de la calle que pide limosna en el metro, ¿quién habita el yo de él?
Ahora, esta repulsa al yo le impide escribir en primera persona. En el momento en que habla de sí como de otro, en el momento en que renuncia al arrogante yo, debe asumirse como un desertor del ensayismo. Y ponerse a escribir ficciones.
viernes, abril 28, 2006
Blablablá
Me apena estar en desacuerdo con los promotores de este escrito. El SNCA debe desaparecer, el Estado no debe dar becas ni premios, y los artistas deben olvidarse de esa noción acrítica de que el arte es útil para la sociedad y, por lo tanto, de que el Estado debe apoyar a sus creadores. Es deshonroso plantear siquiera la idea, roughly speaking, de que el arte ayuda a la economía. ¡Qué servil el artista que quiere justificarse ante los tecnócratas! «¡Uy!, sí, mis creaciones son tan importantes para la economía como las exportaciones de jitomates!» No, el arte no tiene por qué ayudar en nada a la sociedad, el pueblo, la nación, ni a ninguna de esas monsergas tomadas del discurso de los políticos. El tiempo de los aedas, los juglares, los tlacuilos y los poetas cortesanos, debe quedar atrás. El arte, cuando mucho, puede servirle al individuo, desde una libertad extrema.
Fuera de eso, es saludable que la sociedad expulse a sus críticos (todo artista lo es) de la nónima. Únicamente de esta forma podrá el arte renegar de su ligazón con su época, desde el rechazo, la confrontación y el desconocimiento.
HACIA UNA REESTRUCTURACIÓN
DEL SISTEMA NACIONAL DE CREADORES
1. Tal y como opera en la actualidad, el Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA) presenta una clara insuficiencia: en términos temporales, sólo cubre una mínima parte de la actividad creativa de quienes lo conforman.
2. Desde un punto de vista estructural e ideológico, para pensar en una reestructuración del SNCA no es inapropiado tomar como referencia al Sistema Nacional de Investigadores (SNI). Es del todo estimable que, en un país con las carencias sociales del nuestro, el Estado impulse la investigación científica. El SNI fue organizado por el Estado mexicano para “premiar” de manera permanente la actividad de investigadores adscritos a universidades y otras instituciones de educación superior, así como a organismos dedicados a la innovación científica y tecnológica. En el caso del SNCA, ese mismo Estado se limita a “apoyar” durante tres años a un conjunto de creadores que se comprometen a realizar determinados proyectos. Cumplido ese lapso, los creadores del caso quedan fuera del sistema y sólo pueden reintegrase a él, parcial y provisionalmente, bajo ciertas condiciones.
- Nada justifica que el Estado mexicano actúe en el terreno de la ciencia y la cultura como si se tratara de una comunidad de primera, integrada por quienes producen ciencia y tecnología, y una de segunda, constituida por quienes generan arte y literatura. Se parte de la certeza de que la investigación científica habrá de redituar utilidades de importancia. En cambio, hay instancias que tienen la seguridad arbitraria –y falsa, en los hechos– de que la elaboración de buenos poemas, dramas, pinturas, fotografías y obras artísticas en general, no genera beneficios que justifiquen inversiones que la alienten y protejan. Al medirlo con la vara única de los rendimientos económicos, para las instancias mencionadas todo el mundo del arte es poco menos que inútil, sin tener en cuenta que la cultura es un bien del más elevado interés nacional.
- Desde la perspectiva de los amplios sectores que se niegan a reducir sus vidas a los límites de la ciencia, la tecnología y la economía, esta posición es inaceptable. Los bienes culturales son imprescindibles en toda sociedad. Pero, en el caso de las formaciones sociales complejas como la nuestra, lo son en un grado mayor, dado que sus repercusiones favorables alcanzan el plano de la economía y el desarrollo social. Diversos organismos internacionales (la UNESCO y el Banco Interamericano de Desarrollo, entre otros), han auspiciado investigaciones donde se demuestra que una actividad cultural seria es un factor determinante para el desarrollo económico y social, en la medida en que la producción editorial, audiovisual y artística favorece la confianza de los capitales, contribuye a la generación de empleo y fomenta las exportaciones.
Este argumento ya es suficiente para demandar a las instancias del caso una reconsideración de la importancia de la cultura en nuestro país y, en consecuencia, un reconocimiento más decidido a quienes la producen con su ingenio y su esfuerzo cotidiano.
- No es difícil constatar que en México, como en toda América Latina, los agentes implicados en la producción de capitales menosprecian la dimensión cultural de la existencia humana, al punto de ignorar sus potencialidades económicas. En el caso de México, estos sectores ratifican así una especie de histórica irresponsabilidad social. Ya desde el siglo XIX, las ambiciones meramente materiales de los principales actores económicos propiciaron un claro protagonismo del Estado en el desarrollo educativo y cultural del país. Pero la globalización en curso, vinculada a la aplicación de políticas neoliberales, actúa como una corriente que pretende arrastrar, incluso al Estado mexicano, hacia la orilla del desinterés y la falta de compromiso con nuestro pasado y nuestro futuro cultural. La avidez de los sectores que controlan los procesos económicos, estimula la creciente desvinculación del Estado respecto al arte y la cultura, tendencia que se puede calificar de suicida, en tanto que, como se ha dicho, sin un desarrollo cultural consistente ni siquiera funciona bien la economía.
- La constitución del SNCA es una de las manifestaciones más significativas del compromiso del Estado con la cultura. Pero algunos de los rasgos que caracterizan a este sistema, así como ciertas iniciativas orientadas a su reordenación, son expresiones de la tendencia opuesta: la propensión al “adelgazamiento” de la presencia cultural del Estado. El escaso reconocimiento que el Estado le otorga a los creadores y, sobre todo, la asimetría respecto al respaldo que le brinda a los investigadores a través del SNI, son una comprobación de lo dicho. Lo son, asimismo, las modificaciones que se han venido introduciendo en el esquema de admisión y permanencia del SNCA, destinadas a hacer rendir al máximo unos recursos empequeñecidos en términos reales.
- Por todo lo anterior, es inaplazable la reconversión del SNCA en un sistema coherente. Sin considerar que este organismo deba ser la copia al calco del SNI, apelamos a los principios de analogía y de simetría relativa. Si existen dos comunidades reconocidas, la de los investigadores y la de los creadores, es razonable esperar que las entidades alentadas por el Estado para estimular y proteger su desarrollo sean iguales en lo esencial. Dicho de manera más precisa, también el SNCA debe incluir de manera permanente a los escritores y artistas cuyas obras lo merezcan, de acuerdo al dictamen de las comisiones evaluadoras correspondientes. El SNCA, sin embargo, debe conservar su carácter de sistema abierto. Todos los creadores que cumplan con los requisitos exigidos deben tener derecho a solicitar su ingreso. El cambio de un sistema de integrantes temporales a uno de miembros permanentes se concretaría dando cabida a todos los creadores que hayan pertenecido a él, para lo cual deben presentar los proyectos del caso y someterlos a la evaluación de la instancia responsable. La admisión al SNCA, así como la permanencia en su seno, deben responder a criterios establecidos y aplicados de forma transparente. Tanto la normativa existente en el SNCA como los organismos que hasta ahora funcionan, se tomarían como antecedente de valor innegable, de modo tal que se aproveche lo que tengan de positivo en la nueva situación y se adopten las novedades del caso.
- La reconversión estructural del SNCA se reclama como un acto de elemental equidad. No es justo que una comunidad –la de los cradores de arte– reciba, por parte de un mismo poder público, un trato social distinto al que se le dispensa a su equivalente. Por supuesto, la nivelación que aquí se demanda jamás debe darse aplicando a los que están mejor las pautas que afectan a los que están peor. A este criterio de justicia por simple equiparación de comunidades equivalentes, se le suma el de la justicia basada en la valoración de un hecho incontrovertible: que los escritores y artistas que nos esforzamos por crear obras de calidad somos parte de las fuerzas que generan la riqueza nacional. Exigimos un reconocimiento suficiente y respetuoso, en el entendido de que ese trato tendrá como contrapartida una labor que fructifique en obras que sigan enriqueciendo el patrimonio cultural del país.
Por último, a las anteriores apelaciones a la justicia se suma otra que va más allá del ámbito inmediato de los creadores. Es harto conocido el hecho de que los recursos públicos del Estado mexicano ha despertado la codicia de grupos económicos trasnacionales, en detrimento de los sectores más necesitados. Los dineros de por sí exiguos que se destinan a la ciencia, la innovación tecnológica y la cultura, han venido siendo canalizados, en proporciones alarmantemente altas, en beneficio de proyectos ajenos al interés nacional. Esta grave realidad debe subsanarse cuanto antes, de manera que áreas parcial e inadecuadamente atendidas por el Estado, como el de la actividad cultural, cuenten con un mayor apoyo efectivo.
9. Un proceso de reestructuración del SNCA se daría mejor en un contexto de redefinición general de la política cultural del Estado. Sin embargo, sería un grave error supeditarlo a esta condición. El SNCA puede y debe reestructurarse sin necesidad de esperar a que se aprueben nuevas normas que regulen la actividad cultural en el país.
México, DF, febrero de 2006
jueves, abril 27, 2006
El valor de Juan Villoro
Con un título igual al de este artículo, una semana atrás Ciro Gómez Leyva publicó en Milenio una “historia en breve” acerca de la definición electoral de Juan Villoro y en donde, a manera de preámbulo, se traza un perfil del personaje como escritor que desde el punto de vista de la crítica literaria —y no en el plano cívico— podría ser discutible, puesto que plantea una “aclamación generalizada” por un talento que “dejó de estar a discusión entre críticos, editores y lectores en México, España y América Latina”, como si cada línea de Villoro generara una ola futbolera celebratoria en las varias gradas de la República de las Letras... cuando a ninguna obra le convendría un recibimiento así.
Lo interesante de los diálogos acerca de libros es que, como en la vida social, suelen plantearse distintas posiciones, e incluso en cuanto a las obras fundamentales (como las de Cervantes, Joyce o Borges, u otras que se propongan) hay la percepción de altibajos: para algunos, las últimas novelas de Carlos Fuentes, por ejemplo, son una sombra hasta involuntariamente cómica de sus narraciones más significativas. Pero Fuentes ha logrado que esto se considere secundario, ya que en el ejercicio social se maneja como un intelectual de prestigio notable, con aclamaciones generalizadas en Europa y América, pese a que sus acrobacias literarias no tienen ya la elasticidad de otros tiempos.
Es decir, el actor se impone al autor. El nombre está más allá de la obra, funciona incluso de manera autónoma. Si un escritor sabe colocarse socialmente, el que sus libros sean malos o buenos no importa, porque llegó a la cima de las figuras indiscutibles (porque “cruzó el umbral del olvido”, dice González Dueñas en Libro de Nadie), a veces por inercia o una cadena de malentendidos, pero también como la feliz conclusión de una estrategia personal bien planeada que implicó compadrazgos con editores y críticos, y el establecimiento de contactos adecuados. A los escritores se les conoce pero no se les lee, o sí pero de manera indirecta, por lo que aparece en la prensa, en artículos propios o a través de entrevistas: no lo que se crea sino lo que se afirma.
Salvador Elizondo lamentaba esto mismo: ser un autor conocido pero no leído. Se ha llegado a un punto en que esa es la máxima aspiración de las nuevas plumas: un estar, no importa cómo, y a sabiendas de que no siempre hay una correspondencia afortunada entre la fama mediática y la obra escrita que apoya esa fama, pero que fue, quizá, un escalón firme o simulado para conquistar, como fin último, el reconocimiento. Lo que descubre de nuevo, en el fondo de esta actitud, el ruego patético de Enoch Soames: “Trate de que sepan que existí”.
Lo intenta el escritor y lo intentan los críticos, que se están convirtiendo en meros publicistas de los autores y soportan su papel secundario en lo que Manuel Puga y Acal llamó, dos siglos atrás, “sociedad de elogios mutuos”, y que es, por desgracia, un enorme abismo dado que el resorte crítico (cuando es abierto y plural, no sujeto a represiones) puede impulsar al crecimiento de una escritura, y la conformidad o el aplauso unánime producen medianías: autores con porristas pero sin lectores, y quienes con sus primeros balbuceos, antes de haber madurado, consiguen encumbrarse.
Tampoco los premios son buen termómetro para definir el valor literario. Ocurrió hace muy poco en España que de un conjunto de 500 manuscritos entregados bajo seudónimo estricto, la editorial Alfaguara terminó por premiar a un autor de casa, el peruano Santiago Roncagliolo (colaborador del periódico El País, de la empresa Santillana a la que pertenece también Alfaguara), lo que según la ley de las probabilidades podría ser considerado casi como un milagro. Leñero nunca ha escondido que Los albañiles recibió en 1963 el premio Biblioteca Breve por así haber convenido a los intereses de Seix Barral, a la caza del mercado latinoamericano, y que el manuscrito no fue enviado por él y llegó incluso fuera del tiempo de la convocatoria. Lo mismo hace Anagrama: premia a autores con los que tuvo acercamientos previos, o cuyos libros son parte ya del catálogo de la editorial, que es exactamente lo que ocurrió con Villoro y su novela El testigo.
Estos asegunes nos colocan en un sano territorio de dudas, en donde la última palabra no la tiene el “cácaro” (como decía el gag televisivo) sino la lectura atenta, directa, de una obra. En las condiciones actuales de la sociedad cultural no se puede confiar en el crítico porque ejerce labores de publicista, y tampoco en el premio porque es fruto de recomendaciones o acuerdos extraliterarios; y menos en la fama, que es un diseño mediático, fruto además del “lo conozco”, “entiendo que ha recibido algunos reconocimientos”, “me han dicho que es bueno”...
El eslabón último es el lector porque en el diálogo que establezca con el texto no debe haber malos entendidos. Frente a la obra, éste definirá sus valores, los puntos altos y bajos de una escritura. Y cada experiencia será diferente, con lo que tal vez desaparezcan los encumbramientos sin soporte, las aclamaciones generalizadas o las escrituras que dejan de estar a discusión. La de Villoro lo está: es un autor que se mueve de manera extraordinaria en la crónica y el ensayo, pero con problemas serios a la hora de enfrentarse al relato y la novela, géneros en los que no muestra gran solvencia.
Abril 2006
Tomado de Riverrun.
miércoles, abril 26, 2006
El último día
Los dos muchachos se enfilan hacia quién sabe dónde.
miércoles, abril 19, 2006
Hybris y catástrofe
Cuando voy al salón de belleza hojeo revistas que nunca leería en otras circunstancias: ¡Hola!, Tv notas, Kena y cosas por el estilo. Casi siempre, la bobería de los entrevistados combinada con la prosa brutal de los redactores se confabulan para que lo leído se olvide cinco minutos después de cerrar la revista; pero esta semana el destino me deparó leer varios ejemplares de una publicación donde a la mala escritura y la tontera se suman la arrogancia y el cinismo. Muy irritante. La revista es Caras. En ese catálogo de chabacanería pude constatar que la vulgaridad de ciertos sectores de la burguesía mexicana es algo colosal. Sé que generalizar es abusivo, así que subrayo lo de ciertos sectores.
Hay, por ejemplo, una columna dedicada a la corrección del lenguaje, escrita por un tal doctor Protokol, en la que se denuncian "las barbaries lingüísticas que las catacumbas de las clases populares, medias, nuevas ricas y wannabes expresan en su diario y ordinario comunicar". Como yo soy un ejemplar medio de la clase media, me puse a ver qué digo mal, aunque los renglones citados debían haber bastado para advertirme que el doctor Protokol no sabe redactar ni una lista de súper. Al terminar de leer me di cuenta de que el autor trata de ser simpático, pero sólo logra demostrar que no tiene ni la más vaga idea de cómo poner en orden sujeto, verbo y complemento.
Entonces recordé aquella escena de Annie Hall, la película de Woody Allen, en la que aparece Marshall McLuhan poniéndose como chancla a un pelmazo que peroraba sobre él en la fila del cine. Con la revista abierta sobre las rodillas, el pelo mojado y dividido en secciones, me imaginé a Dámaso Alonso haciendo polvo al doctor Protokol, en —tuve que copiar a Woody Allen, pues no se me ocurrió otro espacio donde estos dos personajes pudieran coincidir— la cola del cine. Pero es imposible. No sólo porque Dámaso Alonso murió en 1990; también porque, si la ignorancia del doctor Protokol es tan perfecta como lo demuestra su columna, no sabría qué hacer en una clase de redacción, ni aunque la dictara Dios.
Pero la ignorancia de esta gente es lo de menos. Leer las declaraciones de una señorita que afirma que es tan sociable que "puedo conocer a varios tipos de gente, desde mi chofer hasta quien quieras", o de una pintora que es además "poeta desde los doce años", puede ser divertido. Sólo que la misma impudicia que descubre la estupidez devela la arrogancia, y eso sí es repelente. A saber: el actor de telenovelas Jaime Camil afirma que "me gustaría ser billonario de un emporio así como el Virgin, ser como Richard Branson, porque luego en México hay el típico gato con tres varos que se cree…" (las cursivas y la pregunta son mías: y él, ¿qué se cree?).
Camil dice que su actor favorito después de él mismo —qué ingenioso— es Jeremy Irons. Me imaginé a Irons caracterizado como su personaje en La misión, regañando a Camil por clasista. Después de todo, Irons es patrocinador de una monja llamada Elaine McInnes, que hace trabajo social en las prisiones de Inglaterra y Filipinas. El actor asegura que su interés por la labor de McInnes se originó en conversaciones que sostuvo con ella durante un curso de meditación. ¿Acerca de qué platicaron? Según el Toronto Star, de la responsabilidad de los ricos con los pobres.
Otra perla: cuando le preguntan dónde compra su ropa, la "reportera" Marion Lanz Duret contesta: "Hecali, Electra, Suburbia (risas); no ya, en serio Soho, Nueva York."
Estas personas parecen ignorar dónde viven, y si lo saben, les vale. Lo digo porque en la sección Backstage aparece el ex presidente Salinas en una comida que le ofrecieron en la Hacienda de los Morales para que "platicara de su experiencia como presidente de México". Como si fuera el Benemérito de las Américas.
Hay una expresión griega que me interesa mucho: hybris. Es el exceso, la arrogancia, el pecado más generalizado en las tragedias clásicas, castigado implacablemente por los dioses. Pecado de héroes y de reyes, compartido en este caso con juniors mediocres y mujeres ociosas, combina muy bien con otra palabra que viene del griego: catástrofe, la puesta del mundo al revés.
Así, la señorita Lanz sería convertida en una empleada que desempeñara un trabajo duro en Hecali. Jaime Camil perdería totalmente el dinero que lo arropa, y tendría la obligación de ganarse el pan con su modestia y sensibilidad. O sea, morirse de hambre.
Publicado en La Jornada Semanal el 9 de abril de 2006.
lunes, abril 17, 2006
O Farabeuf o nada
Murió hace poco Salvador Elizondo. ¿Y ahora? Es cierto que su ejemplo de un terquísimo rigor literario para nada era seguido por la gran mayoría de los aspirantes a escritores. Pero servía para insistir en la exigencia: o Farabeuf o nada.
Desde esta privilegiada atalaya de editor sin voz ni voto, lo que yo veo es mucha urgencia por publicar. ¿Tan mal andamos que no hay sentido de autocrítica? ¿Por qué tantos confunden borradores con manuscritos?
Conozco, no he de negarlo, esta búsqueda urgente por darse a conocer, por publicar un libro pronto, por ser tratado como Escritor. Pero ¡ay! todo es tan falaz. Muchos relacionan su cantidad de libros publicados con el estado de su autoestima. No entiendo. Porque ni siquiera publicar sirve de nada bueno. Provoca, solamente, un sinfín de equívocos. Publicar, sí, debería ser aún más difícil. Es decir, los mismos editores deberían rechazar novelitas conyunturales, ligeras, facilonas, libros de poemas con dos líneas logradas y lo demás paja, y deberían ponerse en plan sangrón de exigir a sus autores: «O Farabeuf o nada».
miércoles, abril 05, 2006
La necesidad de la audacia
Comienzo por los defectos de nuestras letras no éticos sino estéticos. A mi juicio, el más grave es la falta de audacia.
El escritor mexicano tan apegado a escuelas y reglas no se atreve a dar el salto hacia lo desconocido. Y al no darlo, se inhibe en la tarea de romper con el pasado inmediato y las retóricas a la moda. Por ese motivo, sus obras recién salidas de la imprenta dan la sensación, una vez leídas, de que corresponden a etapas superadas de la historia de la literatura. Y una literatura anacrónica, que crea lo ya creado, no consigue el favor de la crítica ni del público lector.
Otros defectos: el mimetismo, el cultivo exacerbado del buen gusto (el buen gusto es la clase media de la literatura) y el santo horror por la cursilería. En su amplio espectro, la cursilería está presente desde las obras maestras de la literatura hasta los productos industriales como radionovelas y telenovelas. Al evitarla, se corre el riesgo de eludir las grandes obras, en las que caben como elementos necesarios y en pequeñas dosis lo ñoño, lo melodramático y lo vulgar.
Sus virtudes son de corta estatura. Las obras de nuestros escritores están bien construidas, su estilo suele ser "correcto" e incluso "elegante" (dos malas palabras en el lenguaje de la auténtica literatura) y, por último, cumplen los propósitos no vanguardistas que éstos se fijan al principar a escribirlas.
En pocas palabras, nuestra literatura carece de genios y tiene una especial capacidad para producir escritores, a escala del idioma, de segunda o tercera categoría. Eso sí, muy diestros en el oficio, muy susceptibles al halago, muy provincianos y muy aburridos.
Nuestros escritores no escriben únicamente para ser famosos sino para que los opulentos los ocupen como amanuenses. Dóciles hasta decir basta, la gran misión de su vida consiste en ser políticos, diplomáticos, funcionarios (de primera, segunda o última), ejecutivos, publicistas, maestros universitarios, gente de cine, radio, televisión y periódicos. Tienen tendencia a convertirse en asalariados y lo que es más grave, están desprovistos de conciencia de clase.
Para ellos la literatura es un trampolín que debe proyectarlos al mundo del éxito, en el cual no es difícil enriquecerse y es casi imposible conservar la autenticidad. Oscuros, maltrechos en su capacidad de creadores, suelen terminar sus días al servicio de las causas menos populares y más perecederas.
En sí misma, la crítica no es una actitud independiente. Ligada estrechamente a la creación (poesía, prosa narrativa, teatro y ensayo) posee las virtudes y defectos de una literatura precisa.
Si nuestra literatura es modesta y en algunos casos confidencial, nuestra crítica es asimismo modesta y confidencial. Existe para elogiar a los amigos y volver imposible la salud de los enemigos.
Se trata de una crítica sorda y ciega, elemental, sin bases ni propósitos, aldeana y picapleitera. Y algo peor, puesta al servicio de algunas editoriales que pagan el elogio y de ciertos grupos que han hecho de la alabanza una provechosa norma de vida.
Resulta curioso anotar que los desafectos a este sistema de valores protesten contra él cuando son jóvenes y desconocidos y lo practiquen y elogien en el momento en que dejan atrás el anonimato y la primera juventud. En literatura, fatalmente, la mayor parte de los escritores pasa de la violencia al conformismo. Si son ambiciosos, su sueño consiste en formar un grupo, y si son modestos, en pertenecer a uno de ellos. Dime a qué grupo perteneces y te diré quién eres.
Publicado en El Universal, 5 de abril de 2006.