Por alguna razón, no le es fácil hablar en primera persona. Se siente incómodo y falso. En esta ocasión prefiere olvidarse de que el ensayo requiere la voz del yo, el compromiso del autor con sus ideas, la argumentación cálida e inmediata de una persona identificable.
Él desconfía del uso del yo porque desconfía de la postura que indica que la personalidad propia es una construcción definida, delimitable, identificable y precisa. Fernando Vallejo, el colombiano autor de la violenta El desbarrancadero, en varias ocasiones ha criticado el uso del narrador de tercera persona. «Si uno no sabe qué pasa consigo mismo, ¡cómo va a saber qué pasa en la mente de otras personas!» Este argumento, por supuesto, revela que Vallejo no es un tipo empático ni imaginativo. Al contrario, lees sus novelas y encuentras una egolatría (a ratos simpática, eso sí) que excluye la tolerancia y el interés por el otro (mientras no estemos frente a un perro, claro). Sin embargo, la ficción parte de un asumir la perogrullada no sólo de que el narrador no tiene que coincidir milimétricamente con el autor, sino también de que el autor siente una compleja pero cierta e inquietante empatía por sus personajes, los seres imaginarios que usurpan en esa ficción el lugar de los otros, del resto del mundo. En el caso de Fernando Vallejo, parece como que a este escritor sí le importa que quede bastante claro que toda la humanidad, salvo él, es culpable de una estupidez y mezquindad sumas, y de que por lo tanto la única materia de interés y novelable es él mismo, así sea que sus historias no tengan que ser demostrables, quiero decir, que importe un bledo si son ceñidamente autobiográficas o no.
Vallejo parece creer que su personalidad es un ente conocible y definido. Tal vez por esa razón no le interesa ponerse en los zapatos de los demás. A quien no le queda en nada claro que su personalidad sea una construcción finita y redonda, como le sucedía a Fernando Pessoa, le resulta más fácil imaginarse cómo piensa o siente otra persona. Por ejemplo: en sus viajes en el metro de la Ciudad donde vive, al ensayista frustrado lo inmoviliza detenerse a pensar en la vida de un muchachito de doce o trece años, moreno, de cara sucia, ropa rota y ojos asustados, que se sube en la línea verde del metro, como después de las ocho o nueve de la noche, y empieza a pedir una moneda a los viajeros. El ensayista se le queda mirando y apenas sus ojos coinciden con los del chamaco, él se imagina el hambre como una garra en el estómago, la agresión en las miradas de los demás, la certidumbre (no expresada racionalmente sino sentida en la piel misma) de que el futuro es negro y que en todo caso nada pero nada de este pinche mierdesco mundo importa. Se trata de una crispación momentánea: el muchachito se baja en la siguiente estación, pasa al vagón de al lado, y el seudoensayista, con todo y su rabiosa empatía, no fue capaz de darle una, por demás, inútil moneda.
¿Durante esos instantes dejó de ser él mismo, su personalidad se disipó o abrió para convertirse en la del otro, para contagiarse con los miedos y los rencores y el hambre y la desolación del muchachito? ¿Cómo explicar que durante esos segundos se olvidó de su circunstancia, su nombre, su pasado, sus ideas, para asumir en la piel la sensación inmediata, no razonada, de otra persona? ¿Es que acaso la imaginación y la empatía son atributos —o defectos— de quienes no son tan fuertes en el persistente proceso de la pétrea fundación de sí mismos?
Experiencias como ésa le hacen sentir que el yo no tiene importancia más allá de la utilidad de que indica la ubicación momentánea de las circunstancias en los cuerpos. El yo es un accidente de la naturaleza que ha sido institucionalizado por la gramática. ¿Cómo estar seguro de que el suceder de las circunstancias se da en él y no en otra persona? Durante esos instantes en que imagina o siente la circunstancia del niño de la calle que pide limosna en el metro, ¿quién habita el yo de él?
Ahora, esta repulsa al yo le impide escribir en primera persona. En el momento en que habla de sí como de otro, en el momento en que renuncia al arrogante yo, debe asumirse como un desertor del ensayismo. Y ponerse a escribir ficciones.