Alejandro Toledo
Con un título igual al de este artículo, una semana atrás Ciro Gómez Leyva publicó en Milenio una “historia en breve” acerca de la definición electoral de Juan Villoro y en donde, a manera de preámbulo, se traza un perfil del personaje como escritor que desde el punto de vista de la crítica literaria —y no en el plano cívico— podría ser discutible, puesto que plantea una “aclamación generalizada” por un talento que “dejó de estar a discusión entre críticos, editores y lectores en México, España y América Latina”, como si cada línea de Villoro generara una ola futbolera celebratoria en las varias gradas de la República de las Letras... cuando a ninguna obra le convendría un recibimiento así.
Lo interesante de los diálogos acerca de libros es que, como en la vida social, suelen plantearse distintas posiciones, e incluso en cuanto a las obras fundamentales (como las de Cervantes, Joyce o Borges, u otras que se propongan) hay la percepción de altibajos: para algunos, las últimas novelas de Carlos Fuentes, por ejemplo, son una sombra hasta involuntariamente cómica de sus narraciones más significativas. Pero Fuentes ha logrado que esto se considere secundario, ya que en el ejercicio social se maneja como un intelectual de prestigio notable, con aclamaciones generalizadas en Europa y América, pese a que sus acrobacias literarias no tienen ya la elasticidad de otros tiempos.
Es decir, el actor se impone al autor. El nombre está más allá de la obra, funciona incluso de manera autónoma. Si un escritor sabe colocarse socialmente, el que sus libros sean malos o buenos no importa, porque llegó a la cima de las figuras indiscutibles (porque “cruzó el umbral del olvido”, dice González Dueñas en Libro de Nadie), a veces por inercia o una cadena de malentendidos, pero también como la feliz conclusión de una estrategia personal bien planeada que implicó compadrazgos con editores y críticos, y el establecimiento de contactos adecuados. A los escritores se les conoce pero no se les lee, o sí pero de manera indirecta, por lo que aparece en la prensa, en artículos propios o a través de entrevistas: no lo que se crea sino lo que se afirma.
Salvador Elizondo lamentaba esto mismo: ser un autor conocido pero no leído. Se ha llegado a un punto en que esa es la máxima aspiración de las nuevas plumas: un estar, no importa cómo, y a sabiendas de que no siempre hay una correspondencia afortunada entre la fama mediática y la obra escrita que apoya esa fama, pero que fue, quizá, un escalón firme o simulado para conquistar, como fin último, el reconocimiento. Lo que descubre de nuevo, en el fondo de esta actitud, el ruego patético de Enoch Soames: “Trate de que sepan que existí”.
Lo intenta el escritor y lo intentan los críticos, que se están convirtiendo en meros publicistas de los autores y soportan su papel secundario en lo que Manuel Puga y Acal llamó, dos siglos atrás, “sociedad de elogios mutuos”, y que es, por desgracia, un enorme abismo dado que el resorte crítico (cuando es abierto y plural, no sujeto a represiones) puede impulsar al crecimiento de una escritura, y la conformidad o el aplauso unánime producen medianías: autores con porristas pero sin lectores, y quienes con sus primeros balbuceos, antes de haber madurado, consiguen encumbrarse.
Tampoco los premios son buen termómetro para definir el valor literario. Ocurrió hace muy poco en España que de un conjunto de 500 manuscritos entregados bajo seudónimo estricto, la editorial Alfaguara terminó por premiar a un autor de casa, el peruano Santiago Roncagliolo (colaborador del periódico El País, de la empresa Santillana a la que pertenece también Alfaguara), lo que según la ley de las probabilidades podría ser considerado casi como un milagro. Leñero nunca ha escondido que Los albañiles recibió en 1963 el premio Biblioteca Breve por así haber convenido a los intereses de Seix Barral, a la caza del mercado latinoamericano, y que el manuscrito no fue enviado por él y llegó incluso fuera del tiempo de la convocatoria. Lo mismo hace Anagrama: premia a autores con los que tuvo acercamientos previos, o cuyos libros son parte ya del catálogo de la editorial, que es exactamente lo que ocurrió con Villoro y su novela El testigo.
Estos asegunes nos colocan en un sano territorio de dudas, en donde la última palabra no la tiene el “cácaro” (como decía el gag televisivo) sino la lectura atenta, directa, de una obra. En las condiciones actuales de la sociedad cultural no se puede confiar en el crítico porque ejerce labores de publicista, y tampoco en el premio porque es fruto de recomendaciones o acuerdos extraliterarios; y menos en la fama, que es un diseño mediático, fruto además del “lo conozco”, “entiendo que ha recibido algunos reconocimientos”, “me han dicho que es bueno”...
El eslabón último es el lector porque en el diálogo que establezca con el texto no debe haber malos entendidos. Frente a la obra, éste definirá sus valores, los puntos altos y bajos de una escritura. Y cada experiencia será diferente, con lo que tal vez desaparezcan los encumbramientos sin soporte, las aclamaciones generalizadas o las escrituras que dejan de estar a discusión. La de Villoro lo está: es un autor que se mueve de manera extraordinaria en la crónica y el ensayo, pero con problemas serios a la hora de enfrentarse al relato y la novela, géneros en los que no muestra gran solvencia.
Abril 2006
Tomado de Riverrun.