Emmanuel Carballo
Comienzo por los defectos de nuestras letras no éticos sino estéticos. A mi juicio, el más grave es la falta de audacia.
El escritor mexicano tan apegado a escuelas y reglas no se atreve a dar el salto hacia lo desconocido. Y al no darlo, se inhibe en la tarea de romper con el pasado inmediato y las retóricas a la moda. Por ese motivo, sus obras recién salidas de la imprenta dan la sensación, una vez leídas, de que corresponden a etapas superadas de la historia de la literatura. Y una literatura anacrónica, que crea lo ya creado, no consigue el favor de la crítica ni del público lector.
Otros defectos: el mimetismo, el cultivo exacerbado del buen gusto (el buen gusto es la clase media de la literatura) y el santo horror por la cursilería. En su amplio espectro, la cursilería está presente desde las obras maestras de la literatura hasta los productos industriales como radionovelas y telenovelas. Al evitarla, se corre el riesgo de eludir las grandes obras, en las que caben como elementos necesarios y en pequeñas dosis lo ñoño, lo melodramático y lo vulgar.
Sus virtudes son de corta estatura. Las obras de nuestros escritores están bien construidas, su estilo suele ser "correcto" e incluso "elegante" (dos malas palabras en el lenguaje de la auténtica literatura) y, por último, cumplen los propósitos no vanguardistas que éstos se fijan al principar a escribirlas.
En pocas palabras, nuestra literatura carece de genios y tiene una especial capacidad para producir escritores, a escala del idioma, de segunda o tercera categoría. Eso sí, muy diestros en el oficio, muy susceptibles al halago, muy provincianos y muy aburridos.
Nuestros escritores no escriben únicamente para ser famosos sino para que los opulentos los ocupen como amanuenses. Dóciles hasta decir basta, la gran misión de su vida consiste en ser políticos, diplomáticos, funcionarios (de primera, segunda o última), ejecutivos, publicistas, maestros universitarios, gente de cine, radio, televisión y periódicos. Tienen tendencia a convertirse en asalariados y lo que es más grave, están desprovistos de conciencia de clase.
Para ellos la literatura es un trampolín que debe proyectarlos al mundo del éxito, en el cual no es difícil enriquecerse y es casi imposible conservar la autenticidad. Oscuros, maltrechos en su capacidad de creadores, suelen terminar sus días al servicio de las causas menos populares y más perecederas.
En sí misma, la crítica no es una actitud independiente. Ligada estrechamente a la creación (poesía, prosa narrativa, teatro y ensayo) posee las virtudes y defectos de una literatura precisa.
Si nuestra literatura es modesta y en algunos casos confidencial, nuestra crítica es asimismo modesta y confidencial. Existe para elogiar a los amigos y volver imposible la salud de los enemigos.
Se trata de una crítica sorda y ciega, elemental, sin bases ni propósitos, aldeana y picapleitera. Y algo peor, puesta al servicio de algunas editoriales que pagan el elogio y de ciertos grupos que han hecho de la alabanza una provechosa norma de vida.
Resulta curioso anotar que los desafectos a este sistema de valores protesten contra él cuando son jóvenes y desconocidos y lo practiquen y elogien en el momento en que dejan atrás el anonimato y la primera juventud. En literatura, fatalmente, la mayor parte de los escritores pasa de la violencia al conformismo. Si son ambiciosos, su sueño consiste en formar un grupo, y si son modestos, en pertenecer a uno de ellos. Dime a qué grupo perteneces y te diré quién eres.
Publicado en El Universal, 5 de abril de 2006.