miércoles, mayo 17, 2006

El Fernando Vallejo affaire

En menudo problema tenemos al ensayista frustrado. Sergio Téllez-Pon ha escrito un texto, «Sobre la narrativa de Vallejo», en que ejerce una defensa del autor colombiano, frente al ¿ataque? del ensayista frustrado, el bloguero rabioso, el escritor novato. Hay ciertos aspectos que el ensayista frustrado habría de puntualizar, pero el escrito que tiene en mente exige más tiempo y dedicación del que, por sus burocráticas labores editoriales, puede invertir en estos días furiosos. En ese ensayo-ficción, el ensayista frustrado habría de insistir en su crítica de la misantropía intolerante del narrador de Fernando Vallejo. No una crítica de otros valores y recursos de La virgen de los sicarios y El desbarrancadero, muy bien reseñados por Téllez-Pon, sino una crítica de ese narrador protofascista que, no hay que negarlo, también deslumbra con su prosa vivaz, exacta e impecable.

Habría que, también, aceptar la polémica de la voz narrativa. A diferencia de Borges, Deniz o Nabokov, autores que proponen o exigen con su obra una definición estética y vital de sus lectores, puntos de partida para la reflexión y discusión a partir de los cuales pueden surgir inquisiciones creativas feraces, Vallejo —el autor y el narrador— es dogmático: no tolera en nada una exploración narrativa que no se halle estrictamente apegada a la primera persona, con el mismo énfasis lapidario con que Macedonio Fernández no aceptaba, ni de lejos, la novela realista.

Lo cual es una amputación suicida; habría que decir, sencillamente, que hay historias que se narran en tercera y otras en primera persona porque, dicho de una forma muy simplista, hay hechos que le pasan o podrían pasar a uno y hechos que le pasaron o habrían pasado a otros. ¿...Que llevamos milenios narrando en tercera persona? ¿...Que no hay manera de saber qué pasa en la cabeza de otra gente? Pues la disyuntiva, planteada en esos términos, peca de falta de sustento: primero, narrar es una actividad humana fundamental que se ha venido haciendo desde el origen de la historia y se hará incluso un segundo antes del fin de la especie, en primera o tercera persona, en forma oral o por escrito, sobre hechos reales o ficticios; y, segundo, la ficción —principio elemental— construye personajes y no sabe nada de personas reales cuya cabeza, en efecto, es bendita e ineluctablemente incognoscible. Y si hay narradores que, de manera genial, siguen narrando en tercera persona, se debe a que asumirán (yo pienso) que lo necesario no es la congruencia estricta con un cómo castrante y prejuicioso sino la efectividad estética y vital del qué.

Ahora, sobre los géneros. Patalear contra su majadera existencia es tan infantil como aceptarlos acríticamente. Existen por razones muy claras y específicas: han respondido a necesidades expresivas de cada época y seguirán existiendo porque la literatura es forma, y toda forma habla de contornos, precisión, límites: transfigurados, problematizados —palabra que, según Margaret Atwood, tiene el defecto de no existir—, rebautizados o replanteados una y otra vez, los géneros son tres, acaso cuatro: asumen envases y etiquetas diferentes y Vallejo, con todo y su propensión a épater l’intellectualité, se inscribe fértilmente en las reglas y la tradición de… ajá, la ficción autobiográfica.

Vallejo, a no dudarlo, es uno de los autores más auténticos y poderosos de la lengua. Pero su narrador o, más concretamente, los dicta virulentos de su narrador —compartidos, según es fama, por quien le ha dado vida— no tienen que ser por fuerza aplaudidos por la universalidad de sus lectores. Más que nada, al ensayista frustrado le parece irrevocable que la empatía y la imaginación son dos atributos infaltables en su idea propia de lo narrativo. Ambos partirían de una postura ante la realidad en mucho diferente de la argüida por nuestro autor colombiano. Pues el narrador de Vallejo no se distingue ni por su empatía ni por su imaginación. Todo o casi todo en él es, en su relación con el mundo, belicosidad, juicio, intolerancia: punto final. No hay ahí incomodidad, incertidumbre, debate, introspección dudante: puntos suspensivos, germen para reflexiones futuras, extendidas, tenaces en el pensar de sus lectores.

Lo cual, insistamos, no excluye los valores fulgurantes de esa prosa no raramente perfecta.