No se puede seguir aceptando acríticamente la hipocresía tautológica de los escritores que proclaman siempre: «El único compromiso del escritor es consigo mismo», o: «con el arte», o: «con el lenguaje», o: «escribir bien». ¿Razones? Por descontado se da que el escritor ha de ser auténtico en sus textos (que escriba de lo que le importa y lo atosigue y le urja y lo atrape, con todo y que la palabra auténtico sea una palabra y, como palabra, mentirosa), que busca crear una obra de arte única y valiosa (todo escritor toma conciencia de que desea serlo a raíz de leer a sus antecesores y buscar emularlos, estar a su altura, etcétera), que intenta reavivar la lengua (encontrar combinaciones nuevas de palabras y frases y párrafos que construyan mundos que superen el uso cotidiano del idioma) y que, además, por su previsible voracidad de lector, domina la sintaxis y tiene buena ortografía (si bien hay quienes ni eso).
Ante esas respuestas parciales de la mayoría de los escritores, es necesario apuntar el otro lado de la «doble raíz», la aceptación de las motivaciones «espurias» (el dinero, la gloria, el poder) y –meollo de las reflexiones recientes– de un posible compromiso moral con la época, postura individualísima que, sin embargo, sobre todo a partir de la caída del Muro de Berlín y la debacle de las ideologías, en este país es rechazada o negada por la elite y los acólitos de un medio cultural prejuicioso, inerte, frívolo, parásito, misógino, lambiscón, ninguneador y cínico.