No es cuestión de exigirle a la literatura un compromiso enfático con la denuncia de los problemas de la realidad. Hay que despejar el equívoco. Se trata en todo caso de una apuesta personal del escritor durante la génesis de cada palabra, pues no estoy hablando aquí de una postura frígida o castrante del lector que exige de los libros que pasan por sus ojos el obvio compromiso con los problemas de la sociedad.
Mario González Suárez, el autor de la suprema y escalofriante De la infancia, ataca el realismo porque, considera, es el «género que posee una gran eficacia didáctica y demagógica pues crea la ilusión de que hay una coincidencia entre lo escrito y la realidad. El realismo es —más que una forma— la doctrina que mejor casa con los intereses y objetivos políticos del Estado». Además, González Suárez califica de «ingenuidad» cualquier narrativa realista porque «no se puede dar solución en el espacio textual a problemas que la requieren en los ámbitos social o político».
Ahora, supón el caso siguiente: un joven, una muchacha, un anciano —aquí no importan el sexo ni la edad— se pone a escribir, digamos... una novela. Partiendo de estímulos en un primer momento no del todo claros para sí mismo, poco a poco se da cuenta de que en su narración se delata una rabia visceral ante su mundo y su época; sin embargo, a pesar de que responde a esos estímulos y pulsiones de la realidad —pero que siente como estímulos y pulsiones íntimas porque le importan brutalmente, porque le atosigan el pensamiento, porque lo incomodan y apremian y desea transmitir a la página esa incomodidad y apremio, ese pensamiento atosigado, esas pulsiones brutales que intuye compartidos de alguna inconsciente manera con los demás vivientes de su época—, busca crear un mundo que tenga al mismo tiempo validez literaria. Es decir, aúna el qué de su fuerte y particular exasperación con el cómo de sus lecturas, práctica y reflexiones sobre el acto de escribir.
Y no se trata en su caso de darle solución en un libro de ficción (es decir, lleno de hechos inciertos e imaginarios) a los problemas de la «realidad». Más que nada, escribe, como diría Gombrowicz sobre Rabelais, «lo mismo que un niño hace sus necesidades bajo un arbusto: para aliviarse». La escritura se revela como un proceso íntimo, nacido, sí, de las contradicciones ineluctables con su circunstancia, pero siempre y en definitiva aislado del hacer «práctico» del mundo. Precisamente porque es un libro, porque es escritura, significa una renuncia a priori a lo que se entiende por «acción», al ámbito de lo práctico: pero el estar encerrada o encerrado en su cuarto frente a una hoja de papel o la pantalla de la computadora no es un escapismo hacia la torre de marfil, pues la escritura, al valerse de un lenguaje creado en sociedad, es una forma del actuar en esa sociedad. La suya es, pues, la necesidad de explorar y expresar en el papel y la tinta el desasosiego de su existir en este mundo y esta época, desasosiego tal vez cercano al que sienten aquellos que nunca habrán de tomar una hoja de papel ni se acercarán a un teclado con la perentoria e incomprensible fatalidad de escribir una obra maestra que vivifique los mapas sociales del lenguaje y reconstruya en ciento cincuenta o doscientas páginas el caos insoportable y mirífico del mundo —y no es, claro, el oportunismo y el afán de lucro de los profesionales de la corrección política que defienden maquinalmente la causa de moda por el puro afán de ganar fama y currículum de abajofirmantes y vestirse del hipócrita ropaje de luchadores sociales para que los lectores de izquierdas los lean con benevolencia acrítica.