(Los párrafos que siguen son un fragmento de «Acercamiento a Francisco Cervantes», ensayo mío publicado en la revista Tierra Adentro, 134, junio-julio 2005.)
¿Por qué lusófilo? ¿Por qué no ¡mejor! un afrancesado o un borgeano amante del orbe anglosajón? Es insólito que en diferentes artículos y entrevistas hubiese tenido Cervantes que justificar su lusofilia. Pero se comprende: Portugal y España llevan casi cuatro siglos de estar unidos por la espalda: el primero con los ojos fijos en Inglaterra y la segunda en Francia o en su propio y arrogante ombligo. La cultura mexicana ha heredado el desdén hispánico hacia el universo de habla portuguesa y, lo sabemos bien, Fernando Pessoa y José Saramago –si acaso Rubem Fonseca, recientemente Lobo Antunes– han sido sólo las excepciones que ratifican la costumbre.
Como Alfonso Reyes y Juan Rulfo, fue Cervantes un lusófilo enfático. «Nunca he sido extranjero en un país de esta lengua», proclamó al terminar una charla en el Centro de Estudos Brasileiros de la ciudad de México el 25 de noviembre de 1986. Ante el rechazo o las sonrisitas condescendientes de quienes desconocen la universalidad literaria de Camões y Gil Vicente, de Tomás Antonio Gonzaga y Almeida Garrett, de Eça de Queiroz y Machado de Assis, de Carlos Drummond de Andrade y Jorge de Sena, Clarice Lispector y Sophia de Mello Breyner Andresen, João Guimarães Rosa y Murilo Mendes, ¡uf!, ¡tantos más!, ante esa inconsciente lusofobia –venía diciendo–, Francisco Cervantes se vio precisado a explicar las razones personales de su amor a lo lusobrasileño.
Primero tiene que ver su raíz gallega, el pasado de su familia en la tierra donde parecen fundirse las diferencias de lo portugués y lo castellano. Segundo, su descubrimiento de Brasil a través de Pepe Carioca, el gracioso loro vestido con los colores de la bandera brasileña en una película de Walt Disney, Los tres caballeros, que a su vez lo llevó a enamorarse de la lusitana Carmen Miranda. Tercero, el azaroso encuentro en su adolescencia de una antología de poesía brasileña preparada por Manuel Bandeira, libro cuya lengua extranjera y sin embargo invitante y posible pareció hablarle de un mundo intuido en su propia sangre. Y cuarto, el amor de una mora, una portuguesa que lo llevó a escribirle fados y cantares de amigo en una mezcla seudoarcaica de castellano, gallego y portugués, la base –dicen algunos– dificultosa o indescifrable de su libro mayor, Cantado para nadie, publicado en 1982 y que le valió el Premio Xavier Villaurrutia:
Quisiera hablar en vuestra lengua
Mas lo que diré no daría matices
Ni su sombra sería de lo deseado.
Decidme entonces qué palabras, tonos,
O la ausencia de ellos servirían.
(«Sustento del olvido», en Cantado para nadie)
Así, en Cantado para nadie, Aulaga en la Maralta (1985), Heridas que se alternan (1985) y Los huesos peregrinos (1986) hay poemas completos, o si no, versos y epígrafes, o sólo títulos en portugués o en gallego. Homenajes a Luís de Camões, Gil Vicente, el rey Don Dinís, el trovador Joan Zorro, Rosalía de Castro, monólogos dramáticos o evocaciones de la vida y hechos de reyes y navegantes portugueses, poemas de saudades a la amada, Galicia, Lisboa y el río Tajo, hacen de este ciclo central (para mí, el más valioso de Francisco Cervantes) un universo entrañable, saudoso e invitante. Difícil no ratificar la propia lusofilia –o caer en su embrujo de una vez y para siempre– luego de recorrer esta región del mundo poético de Francisco Cervantes.
Así, fue en Cervantes la lusofilia una atadura posible del apátrida. Porque, a diferencia de Octavio Paz, que mantuvo con totalizante voracidad la mirada y la palabra en el nombrar y el pensar sobre el aquí y el allá –eso que llamamos México y eso que llaman el mundo–, que supo mezclar la herencia europea y la embrujante ignotez de India y Japón con las raíces mestizas de un nativo de Mixcoac, Francisco Cervantes sólo quiso desmexicanizarse y casi exclusivamente volverse un amante saudoso de Lisboa, un juglar andariego, un trovador gallego del siglo XIII, un secreto heterónimo de Fernando Pessoa. Receloso de que ninguna Patria puede congregar entre sus límites la inasible aspiración de humanidad, Cervantes jaló con perseverancia el extremo del allende, de las raíces antiguas de una época en la cual México no existía ni como brumoso proyecto de Jehová... Pero, ¡ah, caramba!
¿Se puede renunciar a la época?