El suplemento Laberinto, del periódico Milenio, publicó el sábado pasado mi texto crítico «La guerra también contra nosotros», sobre la novela El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez.
Aquí el texto íntegro:
La
guerra también contra nosotros
Geney
Beltrán Félix
Juan Gabriel Vásquez, El ruido de las cosas al caer. Madrid/México,
Alfaguara, 2011. 259 pp.
Es la Colombia reciente:
se nos narra una balacera de 1996 en la que muere un ex presidiario, luego
sobre los orígenes del narcotráfico en la década de 1970. Pero El ruido de las cosas al caer, nueva
novela de Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), vale menos por lo que menciona
de bombazos y cargamentos de cocaína que por la guerra que contundentemente crea
en el interior del protagonista: el propio cuerpo se le vuelve a Antonio
Yammara, joven profesor de derecho, un territorio vulnerable a raíz de que el
miedo invade su psique. El libro triunfa cuando hace ver el íntimo terror que trastoca la vida de su protagonista —y falla
cuando insistentemente nos informa que la violencia de las calles ha venido acompañando
a una generación.
Antonio Yammara vive en
Bogotá. Se enreda en amores con Aura, una hermosa ex alumna; se han embarazado,
viven ya juntos. Él conoce en el billar de las tardes a Ricardo Laverde, piloto
y ex convicto que, una tarde, es asesinado a balazos —y Yammara mismo resulta
herido en el incidente. Durante su estancia en el hospital, el hombre va
advirtiendo cómo la violencia exterior ha empezado a hospedarse en su cuerpo. Y
ese reiterado sismo de los nervios se deja ver gracias a una prosa de fraseo
largo virada a los detalles, construida desde la carne alterada de un personaje
cuya paranoia se vuelve una estética: el miedo le ha afinado la percepción, que
se detiene en lo que no por nimio dejará de ser posiblemente adverso. Hay en
esta escritura además un tenor reflexivo, con cierto aire de Javier Marías (“No
hay nada tan obsceno como espiar los últimos segundos de un hombre: deberían
ser secretos, inviolables, deberían morir con quien muere”), y una imaginería de
lo físico de, a ratos, poética eficacia (“su
cara era una fiesta de la cual ya se han ido todos”).
Hasta aquí tenemos
novela y personaje. Pero lo que viene después: no lo creo tanto.
Si el siglo XX se convirtió
en la hora máxima de la novela hispanoamericana, lo fue porque —y esto lo han
dicho tantos antes— el testimonio interesado en lo social fue desatendido o, en
otros casos, incorporado a una escala superior: la creación, siempre, de mundos
ficcionales. Frente a esa jurisprudencia, advierto en El ruido un desistimiento. Sí, Vásquez ha reflexionado sobre la
ficción —sus ensayos de El arte de la
distorsión (2009) incluyen inteligentes tomas de partido— y ha vinculado su
intuición fabuladora a la de nombres como Conrad, Naipaul y Bellow, no a la de
novelistas de lengua española. Con todo, si damos espacio, por esa rivalidad
que propicia el incesto de la lengua y la geografía, a una filiación
contrastiva entre El ruido y ficciones
hispanoamericanas sobre la violencia urbana (Los siete locos o Conversación
en la Catedral o El obsceno pájaro de
la noche), detecto entonces una disparidad: Vásquez, me temo, renuncia a la
ambigüedad de la novela para dar paso a la claridad de la lección de Historia.
El prurito pedagógico
del autor habría llevado a su protagonista a dejar de serlo: desde la tercera
sección de la novela, Yammara se convierte en un pretexto para que, a través de
la historia del joven Laverde y su pareja Elaine Fritts —idealista muchacha estadounidense
que deja su país en 1970 para incorporarse a los Cuerpos de Paz en Colombia—, el
lector se entere de manera oblicua de los orígenes del narcotráfico en el país
sudamericano.
No quiero decir que ese
relato hayamos de tomarlo como verídico en sí. Así como en Los informantes (2004), la anterior novela de Vásquez, el
periodista Gabriel Santoro se apoya en sus entrevistas con una mujer alemana de
nombre Sara Guterman para describir episodios de la historia de Colombia en los
años cuarenta, en ésta Antonio Yammara hace una tarea similar luego de leer numerosas
cartas y otros documentos. Así justifica su omnisciencia de los hechos antiguos,
aunque omite los pormenores, de sí tan coquetamente posmodernos, del proceso
cognitivo inherente al armado del rompecabezas (de Elaine se narran detalles
íntimos que acaso no habría contado por escrito a sus abuelos). Esta escamoteo permite
un relato ordenado y lineal de fácil seguimiento que, incurriendo en un
timorato conservadurismo técnico, nunca considera enfrentarse a la sospecha
fundacional, a La Gran Pregunta de Toda Ficción: ¿cómo podemos estar seguros de
lo que se cuenta del pasado?
La historia de Elaine
también pareciera llenar más bien un propósito informativo al no incluir ningún
conflicto moral o psicológico o político que iguale la tensión cernida en el arranque
de la novela: aunque Elaine se manifiesta contra la guerra de Vietman, lo suyo
es un anticlimático dejarse llevar por su idealismo y su amor a Laverde, y
cuando la dificultad empieza, con el encarcelamiento del esposo, su aparición termina.
Tampoco Maya, la hija de ambos hoy dedicada a la apicultura, enfrenta una
definición crucial. Rememora su furia cuando le fue dicho que su padre, a quien
creía muerto, había estado preso; sufre escuchando la grabación de las últimas
palabras cruzadas entre los pilotos del avión en que murió su madre, a finales
de 1995; pero en el presente de la narración es un personaje dramáticamente
inerte. La prolija visita que junto a Yammara hace al parque zoológico ya abandonado
—vieja propiedad de Pablo Escobar— no añade nada a lo que ya sabemos: que el
narco marcó su vida.
“Cientos de casos como
éste. Cientos de huérfanos ficticios, yo era un caso solamente. Eso es lo bueno
de Colombia, que uno nunca está solo con su destino”, contextualiza Maya al
narrar que la prisión de su padre le fue ocultada. En otra conversación, hacen ambos
—solos, sin un auditorio en torno suyo— el recuento de narcoatentados. Llegan a
un bombazo contra un avión de Avianca: “«Ahí supimos», dijo Maya, «que la
guerra también era contra nosotros. O lo confirmamos, por lo menos. Más allá de
toda duda. Hubo otras bombas en lugar públicos, claro»”. ¿Cómo un narrador tan conocedor
y consciente de las trastiendas de lo narrativo como es Vásquez se ha dejado
llevar por el facilismo de Te lo cuento,
personaje, para que te enteres, lector? (El mismo Vásquez escribió en El arte de la distorsión: “Contar cosas
que ya se saben es cometer pecado de redundancia, el peor pecado que puede
cometer un novelista”.)
Estos ejemplos —hay más—
harían suponer que El ruido responde no
al propósito de crear una nueva realidad en la ficción sino de informar de modo
ejemplarizante sobre la Colombia real. No es la ficción de un profesor de
derecho y una apicultora sino la historia de todos los jóvenes colombianos que
crecieron en la era del narcotráfico: eso debe quedar claro.
O acaso estoy en un
error: quizá he leído muy literalmente y los Cuerpos de Paz yanquis no tuvieron
nada que ver con el comienzo del narcotráfico en Colombia, tal vez la “reconstrucción”
que emprende Yammara de las vidas de Elaine y Laverde al leer las viejas cartas
es un ejemplo del “arte de la distorsión” del pasado que Vásquez postula para un
tipo de novela histórica cuyo modelo sería Cien
años de soledad. O más aún: acaso El
ruido sacrifica en dos terceras partes de su trama la vocación dramática y
la ambigüedad de la ficción, para cumplir con una inequívoca tarea de civismo. Porque
luego del fin de semana con Maya Fritts, el joven narrador regresa a su departamento
en Bogotá: lo intuimos decidido a recuperar a su mujer y su hija, llevado acaso
por el intento de no repetir la historia de la familia disgregada del piloto
Laverde. Conocer “vidas” ajenas —potencialmente similares a la propia— le
habría propiciado un crecimiento de la psique: he aquí el camino para decir
adiós al miedo. Y ese fenómeno, cuando llegue a ser compartido por su violentada
generación, podría impedir que, a raíz de los paralelismos históricos, Colombia
vea iniciado otro ciclo de violencia.