jueves, agosto 25, 2011

Qué tristes vidas las de esas muchachas

La revista Posdata de junio incluye mi texto crítico «Qué tristes vidas las de esas muchachas», sobre la obra teatral Ánima sola, de Alejandro Román.


Qué tristes vidas las de esas muchachas


Tenemos los monólogos de tres mujeres.

Una de ellas, Adriana, vive en Tijuana con su hijo; trabaja de edecán y modelo; es secuestrada por narcos que la acusan de estarlos delatando con un comandante y quienes, luego de torturarla, la decapitan.
La segunda, Carmen, es de Veracruz pero vive en Ciudad Juárez, donde trabaja en una maquiladora; también tiene un hijo, de 12 años, a quien deja amarrado en su casa durante el día; es despedida a raíz de que, junto con otras chicas, decide organizarse para defender sus derechos. Al salir por última vez de la fábrica, es secuestrada por pandilleros.
La tercera, Érika, huyó de su pueblo en la sierra de Guerrero cuando su padre fue asesinado al oponerse a la tala de árboles; vive ahora en la Costa Grande y está embarazada de un sicario que tiene muchos enemigos en la región pero pronto se aliará con narcos de Sinaloa. Al ir a un bar junto con otras mujeres, Érika es identificada como la amante de Gabriel de Jesús, y ejecutada.
En este retrato del violento México de nuestros días, nada falta. En su obra teatral Ánima sola, Alejandro Román (Cuernavaca, 1975) pareciera querer documentar todo lo relacionado con la tragedia de las mujeres mexicanas de clase baja: la explotación sexual y laboral, el machismo y la infidelidad, la pobreza y la migración forzada, la condición de las madres solteras, el narcotráfico y su misoginia. Todo esto con el epílogo inevitable del feminicidio.
Es, por supuesto, la realidad de un país injusto y violento, donde las mujeres (como los niños, los ancianos, los homosexuales, los discapacitados, los jóvenes, los pobres) son siempre las primeras víctimas. Pero Ánima sola, al tiempo que pareciera forzarse a querer abarcar todo lo referente a un tema de la realidad, no muestra nada. Todo lo explica.
La obra no tiene progresión dramática ni la menor noción de espacio; el tono siempre va de lo solemne a lo patético. Consta de tres monólogos; las mujeres narran en presente lo que les sucede, con numerosas analepsis y una contextualización insistente. La obra abusa de la anáfora y una expresión pseudolírica de vate decimonónico, con variados lugares comunes: “Si no te hubieras ido, yo no estaría aquí al filo de la muerte”; “El mundo se pone más oscuro que la noche”; “Los sicarios se sincronizan en una macabra danza de la muerte.”
Hay una búsqueda de suspenso que extiende predeciblemente el relato en sus momentos brutales (cuando los sicarios están por cortarle un dedo a Adriana, por ejemplo, se llega a extremos ridículos), y la contextualización narratúrgica se vuelve disputable por el alterado estado en que se hallan las mujeres, que contrasta con la forma tan articulada como manifiestan sus desventuras: “Y aquí me tienen ya / en esta casa de seguridad del Águila / donde los perros les ladran enloquecidos a las almas que se han quedado penando.”
A la hora de hacer el recorrido rumbo a la maquiladora, Carmen consigna lo que se alcanza a ver por la ventana. Es esto: “un restaurante incendiado / el miedo me golpea el pecho / dos coches baleados llenos de muertos / esquinas llenas de muertos frescos / cabezas rodando por las avenidas / hileras de tanquetas militares / militares con la cabeza reventada a balazos / miedo constante / enjambre de policías federales / federales cayendo con el pecho agujereado por ráfagas / de cuerno de chivo / tanto miedo que cae del cielo / helicópteros volando bajo / miedo en el aire…”
Y así se sigue. ¿Hay una necesidad dramática para esta enumeración? ¿El personaje Carmen requiere convertirse en una cronista de su entorno para que su penuria nos parezca más verosímil? ¿A quién está dirigida esa descripción? Ánima sola todo lo explica, y de manera sobrada, asfixiando así el dinamismo psicológico de sus personajes. Esta abundancia de periodismo tiene que ver (eso me temo) con una operación política, no con un requerimiento textual. La obra incurre en la torpeza de no permitirse ninguna ambigüedad: tiene que quedar claro de qué lado estamos. Tijuana, Ciudad Juárez y Guerrero son aquí los escenarios definitivos del mal. Claro: acaso la realidad mexicana no es así como la muestra Román, sino peor. Pero la más criticable forma de traicionar la realidad, al querer verterla en la literatura, es serle tan fiel a un planteamiento (el oportuno panfleto de denuncia) de modo tal que se le termine quitando cualquier complejidad humana, cualquier matiz o fisura. Quiero decir: historias como las presentadas en Ánima sola pasan, y muy frecuentemente, en este país. Lo que no me parece sino tramposo es que ante esta obra la conciencia del lector/espectador sólo ha de conocer la indignación (“Qué tristes vidas las de esas muchachas”), y no verse tentada por el examen moral. Porque Ánima sola no hace preguntas (¿qué hay detrás de toda esta violencia?). Ya trae las respuestas: “Cuánto odio y sangre escurre por las faldas / de esta sierra herida”; “La risa de la muerte se escucha como música de fondo en toda Ciudad Juárez”.
Busco un arte literario que no tenga complacencias ni se permita justificaciones de una realidad atroz como la mexicana, pero la exigencia de un compromiso moral no debería derivar, por más que en términos políticos sea conveniente, en chantaje maniqueísta. En su aparente denuncia social, esta obra es un texto conservador, porque busca consolar, indignándolo, a su receptor: el mal está fuera de mí. Y nada más. Pero esto en ocasiones funciona para otros fines: Ánima sola obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia Víctor Hugo Rascón Banda en 2010.

Alejandro Román, Ánima sola. Monterrey/México, Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2010. 109 pp.