Hay sábanas que no se manchan, pero eso, ¿cómo podían saberlo ambos, tan jóvenes, tan llenos de reticencias y pudores? No eran ya épocas de mostrar a los parientes reunidos fuera de la cámara nupcial el lienzo con las huellas de la virginidad rota, sin embargo, la duda había quedado lacerante en el ciudadano, fruto de su ignorancia, y sobre ese malentendido, sobre esa fisura, se inició la suma de callados rencores en que iba a consistir su vida de casados. Nada tan secreto como la intimidad de una mujer, tan solitario —y a ella la madre no le fue hermana o amiga en quien verter su duda—, nada tan trunco como esa falta de ayuda idónea, ese depender de la necesidad del esposo y de la necesidad del hijo, ese someter la propia palabra a manera de una pieza de rompecabezas en el diálogo masculino, y el propio cuerpo a los reclamos de otro cuerpo, y la matriz a la exigencia de otra vida que grita su derecho a desgarrar y a violentar.
Esther Seligson, La morada en el tiempo.