El cuerpo de mi padre conservó hasta su literal último suspiro sus carnes fuertes y bien torneadas formas, ese día cumplió 85 años —en realidad 86 porque, alguna vez me comentó, su padre dio mordida para que le quitaran un año a su acta de nacimiento y no tuviera que enlistarse en el ejército polaco—, apenas si perdió nada de su cabello negro entrecano, su lozanía, y sin duda, me atrevo a conjeturar, porque desconoció su mal y porque le gustaba estar vivo con todo y depresiones. En otras circunstancias experimentó, al parecer, y no sólo cuando lo operaron de la rotura de cadera por ejemplo, su descenso al Tártaro pero su espíritu fugitivo fue devuelto pues no llevaba bajo la lengua la moneda de paso o, en su defecto, el santo y seña, seguro porque su tiempo no había llegado y aún le quedaban pendientes sobre la tierra, pendientes que no éramos mi hermana y yo sino, paradójicamente, la imagen de “su mujer” que terminó por rescatar impoluta de entre los terrosos aborrecimientos con que la tenía sepultada en el corazón.
Esther Seligson, Todo aquí es polvo