Imagino que en el otoño, o durante el invierno, se distinguirán con más claridad las otras construcciones a los lados de este departamento; pero eso no tiene importancia, pues no caerán dentro del ángulo de visión de las fotografías que tu padre te tomará (por cierto que ni él ni yo hemos mencionado, a propósito, las enormes paredes de ladrillos que cerraban la vista de su habitación de niño en aquella ciudad belga cuando se asomaba al balcón —tan similar— a contemplar el lento vestirse de los árboles al encuentro de la primavera), trozos de un instante de los primeros tiempos de las primeras huellas que quizá conserve tu memoria junto con algún trino, un olor, una apetencia que ahí se depositen. ¿Recordarás las campanas del carillón de las horas seis y doce y el alborozo de pájaros al amanecer? Cuentas de vidrio de un caleidoscopio al que sólo tú podrás dar movimiento y sentido, porque tu mirar de niña que descubre las cosas del mundo, sus matices, rumor y consistencia, nada tiene que ver con el mío de ahora por mucho que para mí también el descubrimiento del jardín y de tu ser sean una sorpresa inédita: sorpresa de vivir la misteriosa adecuación de esa centella que dicen es el alma a las, ahora, tenues capas de materia que la encierran —dicen que ella, voluntariamente, es la que escoge el cuerpo donde habrá de buscar arraigo para cumplir, una vez más, con otro ciclo de vida, con otra vuelta de tuerca, tantas como sea menester hasta alcanzar el ajuste perfecto con su fuente originaria. Y miro cómo tu escueta carne se estira y reajusta. Te escucho emitir gruñidos y voces que se diría son los reacomodos de la luz en los intersticios de la oscura cáscara que día con día irá engrosando, refinando su estructura, su paradójica cárcel. Está escrito que lo mismo que nos encierra constituye el camino de nuestra libertad.
Esther Seligson, “Luciérnagas en Nueva York”, en Toda la luz.